Todos andamos buscando lo mismo. Nuevas sensaciones, viajes diferentes, experiencias inéditas; cada uno a su manera, eso sí, de una forma más comercial o de manera más alternativa. Pero en realidad, sería más justo decir que todos llegamos a lo mismo: descubrimos un destino, lo cambiamos hasta destruirlo y, despreciándolo, elegimos otro. Otros ocupan el nicho turístico modificado, y así sucesivamente.
Goa reúne todas las condiciones para ejemplificar este argumento. Su historia es la de un paraje lleno de particularidades exóticas de esas que atraen a los viajeros, primero por su exotismo, luego por su fama, y finalmente por su precio. Este proceso acarrea una cierta forma de prosperidad económica para la ciudad, a costa de sacrificar su esencia, es decir, aquello que atrajo a los primeros viajeros e inició el proceso.
Para el que no lo sepa, Goa es una ciudad situada en la costa occidental de la India, un asentamiento humano de miles de años de antigüedad. Lo que la distinguió de otras ciudades cercanas fue la colonización portuguesa, que la “separó” hasta cierto punto de la cultura india circundante, dándole un carácter especial. El abandono de la Goa Velha a principios del XIX le otorgó un arcaicismo decadente muy atractivo para los primeros hippies que seguían la ruta Estambul-Tíbet.
Una vez más, los hippies se convirtieron, en su huida de Occidente, en la punta de lanza turística de la civilización de la que huían. La fama de Goa como lugar paradisíaco, sencillo, distinto y sobre todo nuevo se expandió. ¿Quién no querría visitar un lugar así?
Las hordas de viajeros sedientos de nuevos lugares crecieron. Las infraestructuras cambiaron lentamente, los precios subieron rápidamente. La ciudad se abrió al turismo internacional, convirtiéndolo en el centro de su forma de vida, convirtiéndolo en central, cultivando ex profeso su imagen como lugar remoto y exótico. Adiós al paraíso original, natural. Bienvenidos al paraíso artificial.
Una acabada expresión de Goa como paraíso artificial fue la explosión neohippie de los años 90 y 2000. Goa se convirtió en la Ibiza del Índico. Hacer malabares en la costa de Malabar era el súmum del viajerismo alternativo. Jóvenes europeos alternativos con abultadas carteras, fiestas interminables con bebida barata, drogas a discreción, indulgencia de las autoridades locales entre las palmeras y bajo el sol.
Pero lo que algunos llaman progreso no espera por nadie. Los viajeros son cada vez menos alternativos, los hoteles cada vez más altos, las carreteras cada vez más asfaltadas. Goa ha mantenido, pese a todo, cierto primitivismo que ha impedido que se convierta en el Torremolinos del Índico. Por ahora.
Aún queda algún reducto de los hippies originales, más bien una curiosidad tipo Christiania o Mojácar que otra cosa; aún siguen haciéndose pseudoraves masivas cada vez más parecidas al Easter break de los universitarios americanos. Pero los hippies viven de los visitantes que los fotografían, como en una reserva; y abundan los viajes organizados a las fiestas eternas en el esquema “todo incluido”, menos las drogas. Mala señal.
Escrito por: Víctor Zamorano Blanco