Desde Cuzco se llega al Parque Nacional del Manu, la selva peruana, uno de los pocos lugares que todavía no han sido humanizados, domesticados. De los altiplanos áridos de los Incas se desciende a los pueblos tórridos de la jungla y, al final de la carretera, se llega a un pueblito llamado Shintuya. Allí da comienzo la aventura, el calor, la humedad, los mosquitos y el sonido de la oropéndola que nos acompaña durante todo el viaje en la región de Madre de Dios.
Shintuya tiene un aire caribeño de polvo rojo, de aliento a selva. Un lugar con un nosequé de ilegal y de frontera… pero de la que separa al hombre de la naturaleza virgen. Recuerdo que en un paseo por el pueblo, tras cruzar un río, vimos una línea verde que se movía… las hormigas cortadoras de hojas en eterna procesión. La clase obrera de la selva. Impresiona verlas en hilera cargando trozos de hojas varias veces más grandes y pesadas que ellas.
A la mañana siguiente, el bote se convirtió en nuestro medio de transporte. Al seguir el curso del río Madre de Dios, llegamos a Boca Manu. El último asentamiento antes de internarnos en la parte del parque destinada al turismo (la mayoría del mismo solo es accesible para científicos). Estuvimos pocas horas allí. Casas de madera, palmeras y apenas nadie en las calles… un pueblito dormido a la puerta del gran manto verde. Un puerto natural situado en la intersección del río Madre de Dios y uno de sus tributarios, el río de Manu. Enfrente, uno de los lugares con mayor biodiversidad del planeta.
Tras Boca de Manu continuamos hasta nuestro primer campamento ya en la selva virgen. Daba la sensación de que una fuerza de la naturaleza impresionante podía arrancar y destruir de cuajo lo que se le antojase, sin que el hombre pudiese hacer nada más que lamentarse. La rutina diaria era similar. Traslado en la barca de campamento a campamento. Caminatas de día y de noche. Mucho sudor. Cenar pronto con la melodía de la selva, levantarse a las cinco… Barca, río… Las caminatas nocturnas nos reservaron algunos momentos mágicos, como aquella vez en la que vimos cientos de luciérnagas bailando en la noche; y momentos de congoja, especialmente el sonido de la noche vacía y los paseos en barca para ver cocodrilos.
Lo de los monos merece un capítulo aparte. La primera imagen que me llega es la de una banda de monos araña, negros, peludos y de ojos grandes, que colpeaban (es decir que comían tierra rojiza rica en minerales para enriquecer su dieta) cerca de la orilla de un lago. En otra ocasión, los monos aulladores nos intentaron asustar tirándonos ramitas y orinando sobre nosotros, por suerte tenían mala puntería. También valió la pena estar escondido tras la valla de cañas para ver de cerca a la hormiga león. Este insecto depredador hace un hoyo y se entierra en el mismo. Cuando pasa algún pequeño insecto que se resbala hoyo adentro salta feroz y lo arrastra bajo la arena. Un depredador terrible y diminuto.
¿Y los árboles? ¿Y las plantas? La jungla se caracteriza, precisamente, por no tener una especie de árbol predominante en un espacio concreto de terreno, sino varias luchando en un mismo hábitat. Es un manto tupido y caliente que parece querer cubrir la tierra roja. Una lucha por ver quien llega más alto en busca del sol, una explosión verde de vida y muerte. El suelo, insuficiente en sustancias de las que los árboles necesitan, hace que todo se estire hacia arriba buscando vida, hace que las plantas y el mundo vegetal intenten lamer algo de sol haciendo que el Bosque de Manu sea un lugar espeso en sombra perenne. Hay árboles pequeños, con espinas como las rosas y raíces elevadas, como si tuvieran cien patas, que a lo largo de su larga vida y, eternamente buscando humedad, son capaces de andar dos o tres metros en cien años. O aquel arbusto que hizo en su día un pacto con las hormigas que le anidan en el interior: Yo te doy cobijo y vosotras matáis todo lo que hay alrededor para que yo pueda chupar más agua. Y luego están los árboles parásitos que lentamente rodean a otro sano en un abrazo mortal hasta que este muere. Así, el otro permanece abrazado a un algo que se fue hace tiempo. Conozco a gente así.
Así es la selva, mágica y aislada. Recuerdo una anécdota que nos contó una amiga. Era holandesa, altísima y rubísima, con un español perfecto. Comentó que estando en el Manu charló con un anciano de una de esas tribus. El hombre le preguntó que de donde era. Ella dijo: “De Holanda”. Él respondió: “Holanda, Holanda…uhm… eso… ¿eso está río arriba o río abajo? “.
Para vivir por ti mismo esta increíble experiencia consulta nuestros viajes paralelos a Perú.
Escrito por Juan Salvador Martínez Jiménez